El pasado mítico de nuestro pueblo zacateco está lleno de historias y encantadoras leyendas. Desgraciadamente, estos elementos culturales se han perdido casi por completo y se encuentran olvidados en el rincón del inútil recuerdo, y sólo por fortuitas circunstancias es posible hacer un rescate de ellas.
Cuenta la tradición, el cuento, la historia, la leyenda, o como se le guste llamar, que hace ya muchos años, en la época colonial para ser más precisos, se aparecían por las noches de luna llena unas bolas de fuego y que las sencillas gentes del pueblo decían que eran nahuales o pájaros maléficos.
Algunos creían que los brujos o nahuales tenían la virtud de poder transformarse en cualquier animal, que conocían conjuros y palabras mágicas y ejecutaban sus encantamientos durante cuatro noches seguidas, cuando los signos infaustos rodeaban las conciencias.
Entonces se transmutaban en bolas de fuego que herían las tinieblas y penetraban en las chozas a chupar la sangre de los pequeñuelos. Hacían muñecas de trapo o de barro, llenándolas de púas de maguey y ocultándolas en las cuevas que hay por la barranca o por la cascada de San Pedro. Daban venenos vegetales, con los que producían trastornos y sacaban de los pacientes, cuando ejercían de curanderos, gusanos, piedrecillas, miasmas de caballos, hacían mal de ojo y, con sólo la mirada, robaban la hermosura y salud de los niños y los hacían morir.
Bien, una de estas famosas bolas de fuego asolaba por la región de Tlatempa, poniendo en jaque a los sencillos vecinos de este barrio. Llegada la noche, las buenas gentes se persignaban a todos los santos de su devoción para protegerse de los maleficios de “los hijos de la noche”, pero por quién sabe qué artes penetraban en las humildes casas para cobrar alguna víctima, a la que luego ofrecían como sacrificio al espíritu de los avernos, según.
Aquellas bolas de fuego resplandecían por entre las rendijas de las endebles casas, poniendo en espanto ancestral a sus moradores, que no hacían más que rezar a sus santos.
Aquellas bolas de fuego fueron un misterio por un largo tiempo, ya que ninguno podía decir nada de su procedencia. Inventaban brujas, nahuales y otra clase de seres infernales a más de raros, y cuando contaban los sucesos, nadie les creía, dejando el hecho como fruto de la imaginación calenturienta de los habitantes de aquellos lugares.
Y los fuegos fatuos aparecían cuando la luna asomaba tras el perfil negro del horizonte, tras aquellos montes que forman muralla en la serranía zacateca.
Las historias corrían tras aquellos fenómenos inexplicables, pero ciertos o no, poco a poco, con el paso del tiempo, fueron desapareciendo las bolas de fuego que asolaban la región.
Y como estas historias hay tantas más que corren en los labios de los ancianos alrededor del fuego tranquilizador y solemne de los hogares de aquel lugar, y que sólo se llegan a conocer, como se ha dicho anteriormente, en fortuitas ocasiones.
Las luces del progreso han llevado sus frutos hasta los más recónditos lugares de nuestra serranía, de donde surgen nuevas versiones de aquellas maléficas bolas de fuego que asolaban a las regiones donde los labriegos cultivan el campo con tanto afán.
Se ven ahora reemplazadas por objetos voladores, en donde de dos platos invertidos dándose las caras, donde sus ocupantes secuestran gentes ignorantes, de nobles y sencillas ideas, siendo remontados hacia el ancho y vasto océano del espacio sideral por aquellos “brujos o nahuales modernos” bajados de las lejanas estrellas conocidas.
Relato de la Sra. Dolores Talavera
1983